Caroline " Capítulo II "
-Relato-
—¡Caroline! ¡Ven aquí!
—¡Mira cómo salto las olas! ¡Ven!, que no está
fría.
—¡Caroline! ¡Ven aquí te digo! ¡Te vas a ahogar! ¡Vuelve! ¡Mamá!, no me hace
caso. Llámala tú.
—¡Cagona!, ¡miedica!, tienes miedo.
—¡Caroline! ¿Me quieres hacer caso? ¡¿No ves que estás haciendo sufrir a
tu hermana?
Esos momentos en la playa los recuerdo con mucha nostalgia. Cuando
aún estábamos todos. Solía vivir expectante, con la mirada fija en el teléfono, a la espera de la llamada de mi abuela. El día que sonaba, corría hacia él como si la vida me fuera en ello.
—¡Hola, pepona! Salimos mañana temprano, estaremos allí sobre el mediodía. Vete preparando el cubo y la pala que nos vamos a la playa.
En ese momento una enorme luz de neón aparecía frente a mis ojos. ¡Playa, playa, playa!
Vivíamos en Tablas, a tan sólo quince minutos de la playa en la provincia de Murcia, y aunque pareciese mentira, nunca íbamos. Mi madre no tenía carnet de conducir,
nosotras éramos muy pequeñas, y mi padre, la única persona que podía llevarnos, no lo hacía tan sólo
por el hecho de que había realizado el servicio militar en la marina y había
terminado de agua hasta la coronilla. Yo creo que le tenía tanta tirria, que si ponía un pie en la arena le saldrían ampollas. Así qué teníamos que esperar a que mis abuelos vinieran a
visitarnos desde Celas, Extremadura, para ir a la playa. Hecho que tan sólo ocurría una vez al año.
Las dos o tres semanas que pasábamos con ellos eran un resquicio de luz para nosotras. Estábamos todos: mis abuelos Clotilde y Narciso y mis tíos Ramón y Ronato por parte de madre, por supuesto. Por parte de padre sólo llegué a conocer a mi abuela, y creo que estaba tan saturada con la vida que había tenido, que nunca quiso saber nada de nosotras. Por otra parte, estaban sus diez hijos, con los que tampoco teníamos mucho apego. Tan sólo uno de ellos se relacionaba con nosotros, Jorge, el cual tenía un hijo, Oscar, que más que primos parecíamos hermanos. Siempre fuimos uña y carne.
En esas placenteras semanas íbamos a pasear, a la playa, comíamos en familia... y ¿cómo no?, estaban las discusiones de sobremesa. Mi padre y mi abuelo se odiaban mutuamente.,más por parte de mi abuelo que por la de mi
padre.
Todo comenzó cuando mi padre, veinte años mayor que mi madre, y mi
madre, que tenía por aquel entonces catorce años,
se fugaron y estuvieron más de un año con paradero desconocido. Ya os podéis imaginar el revuelo. Mi abuelo nunca les dio su aprobación. Pero su hijita no pensó con la
cabeza, sino con el corazón. Este le decía que sería el hombre
con el cual pasaría el resto de su vida. ¡Pobre infeliz! La gente
dice que el amor es ciego, y yo lo confirmo. Mi madre tenía tal ceguera, que aún hoy sigue sin ver.
¿Por dónde iba? Ah, sí, la playa.
Era todo un ritual. Mi abuela se levantaba temprano, y cuando digo
temprano, era muy temprano. Lo primero que hacía era beberse su café
con leche en baso de cristal casi hirviendo, aún hoy, no he llegado a
entender como lo hace sin quemarse la lengua, traquea e intestinos. Una vez lo terminaba, se ponía manos a la obra. Primero pelaba las
patatas a una velocidad vertiginosa, había
momentos en los que el cuchillo desaparecía. Las cortaba en rodajas casi transparentes de la finura que tenían. Las freía, batía los huevos, y a la misma vez en otra sartén, freía los pimientos. ¿Resultado? Unas tortillas de patata y unos
pimientos verdes fritos, mmmm, para chuparse los dedos. Aún recuerdo
el sabor que me dejaban en la boca tras cada bocado. Aceitoso, cremoso, jugoso... ¡Delicioso!
Tumbada aún en la cama, veía pasar siluetas de un lado para otro
preparándolo todo. Siempre esperaba a que mi abuela entrara a despertarme con un sutil beso en la frente. Me encantaba
ese momento. Porque la vida son momentos. Buenos o malos, mejores o peores.
Se hacía tan raro ver a tanta gente deambulando por la casa... charlando,
riendo, haciendo cola para entrar al baño... Lo peor de todo era que, a lo sumo, tan sólo duraría un par de volátiles semanas.
Llagábamos a la playa antes que nadie. Aparcábamos el coche frente a las dunas, y comenzábamos el ritual de las hormigas trasportando todos los enseres en fila india: sillas,
mesas, tumbonas, sombrillas, nevera... y además, todo un surtido de: platos, cubiertos, vasos, infiernillo para el café, etc... Daba la impresión de que nos fuéramos a quedar allí toda una vida,
pero no, tan sólo eran unas horas, unas horas en las que disfrutábamos cada segundo los
unos de los otros. Hablábamos de infinidad de cosas, en realidad, era yo la que no callaba ni debajo del agua. Tenía que aprovechar, sabía que
no los volvería a ver en un año, y yo creo que lo hacían así para conservar la cordura. Menos mal que mis hermanas hablaban poco, de no haber
sido así, no sé lo que hubiera sido de mis pobres abuelos con mi inagotable verborrea.
La vuelta a casa era volver a la realidad. Nadie quería que llegase ese momento, así que hacíamos todo lo
posible por alargar el día. Mi método era no salir del agua, aunque el remedio fuese peor que la enfermedad. El ambiente se iba caldeando, y cuando salía, siempre
me llevaba un par de azotes en el trasero.
A nuestro regreso siempre brotaban lágrimas. Por un lado
estaba mi padre, que unas horas más tarde llegaba del bar exigiendo la cena a gritos. A estos gritos le seguían los de mi
abuelo, que por supuesto salía en defensa de su hija. Y la mayoría de las veces, todo concluía con mi madre de por medio, diciéndole a su padre
que no se metiera, que su marido tenía la razón.
—Es mi culpa.
B. V.
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